Por eso hoy se los comparto
Un puñado de semillas
Concepción vivía con su
abuela en una casita en la cima de un cerro. Juntas limpiaron el terreno para
hacer un huerto. Sembraron maíz, frijoles y ají.
—Recuerda guardar suficientes semillas
para la próxima siembra –dijo la abuela–. Así nunca te faltará de comer.
Todos los días, Concepción bajaba a la
quebrada a buscar agua y regresaba con los pesados baldes colgando de sus
hombros. Vaciaba con cuidado el agua alrededor de las matas de maíz.
Pasaron las semanas. El sol brillaba.
Luego, llegaron las lluvias y el maíz creció muy alto. Los tallos de los
frijoles se enroscaron en busca del sol y las matas de ají florecieron.
Cuando el maíz, los frijoles y el ají
maduraron, la abuela entregó parte de la cosecha al dueño de la tierra y guardó
suficiente para tener con qué comer. Vendió el resto al vecino que lo llevó al
mercado de la ciudad, allá lejos, en el valle.
Un día triste, la abuela murió.
—No te puedes quedar aquí –dijo el dueño
de la tierra a Concepción–. Ya alquilé esta parcela a otra familia.
—Pero yo puedo trabajar para usted –dijo
Concepción.
—Esta familia puede trabajar más que tú.
Puede cosechar mas frijoles y maíz –replicó el dueño.
Entonces, Concepción tuvo que dejar la
casita de paredes pintadas y piso de tierra.
—Ven a vivir con nosotros –dijo la mujer
del vecino.
Pero Concepción sabía que ellos tenían
siete hijos que alimentar.
—Me iré para allá –dijo señalando el
valle nublado donde estaba la ciudad.
—Es una caminata demasiado larga para
piernas tan cortas –dijo con tristeza la mujer del vecino.
—Mis piernas se han hecho fuertes de
tanto cargar agua.
Concepción se despidió y abrazó a la
mujer del vecino y a sus hijos.
—Que Dios te acompañe –le dijeron.
Concepción hizo un atado con el maíz,
los frijoles y el ají que la abuela había guardado, y partió con su pequeña
carretilla por el sendero pedregoso que bajaba al valle. Fue una caminata muy,
muy larga. Concepción tenía los pies cansados y rotos cuando por fin llegó al
barrio que rodeaba la ciudad.
Vio cientos de ranchos de hojalata,
plástico y cartón que estaban amontonados unos encima de otros.
—¿Esto es la ciudad? –pensó
desalentada–. Y yo que creí que sería hermosa.
Caminó por los estrechos callejones
llenos de barro, y ya agotada por el cansancio se topó con una pandilla de
niños.
—¿No ves por dónde vas, tonta?
—Perdón –contestó Concepción
amablemente.
Los niños tenían la ropa rota, las caras
sucias y el pelo enmarañado. Pero cuando Concepción les sonrió, ellos también
sonrieron.
—Me llamo Tomás. Y tú, ¿de dónde vienes?
Concepción señaló los cerros en la
distancia y dijo:
—Mi abuela murió.
—Si quieres, puedes quedarte con
nosotros. Te enseñaremos a recoger basura para venderla y a sacar comida de los
puestos de venta sin que te vean.
—Eso es robar –dijo Concepción sorprendida.
Tomas se encogió de hombros:
—Es mejor que morirse de hambre.
—Tengo maíz, frijoles y ají –dijo
Concepción mostrando su carretilla.
—Eso no es suficiente para una buena
comida –contestó Tomas con desprecio.
—Cuando crezcan las plantas habrá suficiente,
ya verás.
—Aquí no crecerán jamás. ¡Estás loca!
–Tomás la miró un rato y luego agregó:
—Pero de todos modos, puedes quedarte
con nosotros.
Y así, Concepción se quedó a vivir con
los niños a la orilla del basural. Construyó un pequeño muro de piedras. Con el
mango roto de una olla cavó la tierra y plantó un puñado de semillas de maíz,
de frijoles y de ají.
Todos los días regaba y miraba
atentamente hasta que vio brotar los primeros retoños, verdes y brillantes. Los
frijoles y el ají florecieron y en todo el barrio, no había nada más bonito que
el pequeño huerto de Concepción. Y ella estaba segura de que, desde el cielo,
su abuela cuidaba del huerto.
Pero un día, Tomás y los otros niños
llegaron corriendo hasta el basural, perseguidos por la policía. Los niños
corrían y lloraban. Los policías gritaban y los golpeaban.
Concepción se escondió en medio de la
basura.
— ¿Para qué me vine a la ciudad? –se
preguntaba.
Cuando todo pasó, se asomó poquito a
poco, como un ratón asustado. Los niños estaban llenos de moretones y el huerto
estaba lodo pisoteado.
—¿Por qué lloras? –preguntó Tomás
enfadado–. No fue a ti a quien le pegó la policía.
—Mi huerto está destrozado. Si el maíz,
los frijoles y el ají hubieran madurado, habríamos tenido comida para vender y
ustedes no tendrían que robar.
—De nada te sirve llorar. Tu huerto se
acabó.
Concepción se secó los ojos.
—No, no se acabó –dijo–. Todavía me
quedan algunas semillas.
—Está bien –dijo Tomás, pasándose la
lengua por el labio roto–. Esta vez te ayudaremos nosotros.
Con la ayuda de todos, araron un trozo
grande de terreno y sembraron el resto de las semillas de la abuela. Hicieron
turnos para regar las matas y cuidarlas. Pronto, el maíz creció muy alto. Las
vainas de los frijoles estaban gordas y firmes y brillaban los pequeños ajíes
verdes y amarillos.
—Haremos una gran fiesta –dijo Tomás–. Y
el resto, lo llevaremos a vender al mercado.
—Pero siempre debemos guardar semillas
para la próxima siembra –recordó Concepción.
Cocinaron el maíz y los frijoles con el
ají. El delicioso aroma de la comida se esparció por el barrio.
Cuando comenzaban a comer, otra pandilla
de niños hambrientos apareció. Concepción y Tomás los invitaron a compartir la
comida.
—Nuestro huerto no alcanzará para
alimentar a todos los niños del barrio –se lamentó Concepción.
Pero entonces tuvo una idea. Tomó un
puñado de las semillas que había guardado y se las dio al jefe de la otra
pandilla. Le explicó cómo preparar la tierra, cómo sembrar y regar las plantas.
—Y siempre debes guardar suficientes
semillas para la próxima siembra y para compartir con los otros niños del
barrio –le dijo Concepción, tal como la abuela le había dicho a ella.
El muchacho prometió hacerlo.
Concepción estaba segura de que la
abuela le sonreía desde el cielo y que sus ojos ya no estaban nublados por la
edad, sino brillantes como las estrellas sobre el barrio.
Monica Hughes; Luis Garay Un puñado de semillas Caracas, Santiago, Ediciones Ekaré, 1996